jueves, 18 de marzo de 2010

Último vuelo (Parte II)

Se arrastran, en un delirio tenso con rechinar de dientes, hasta un puente carcomido por el tiempo y el abandono, sumergido casi por completo en un bosque de yuyos y árboles raquíticos, y el cemento descascarado relumbra casi con luz propia debajo del río oscuro de la noche.
Los cuerpos se buscan, forcejean entre sí, se van enredando de a poco y estrechan un hondo abrazo de violencia húmeda. El incómodo rumor de las hojas despierta una desazón inexplicable en Laura, y un recelo taciturno le empaña los ojos bajo las caricias azuladas. Tiene conciencia de que se arroja sin paracaídas a un abismo, y por momentos se marea entre el vértigo ancestral de las estrellas y el tacto descarnado y visceral entre las piernas ardorosas. Se enmudece del pasado lentamente y sus brazos desplegados son un puente tendido hacia delante, un puente huidizo y palpitante que dejará oír su eco en los sofocados días que la esperan.


El calor palpitante va creciendo como una tormenta de verano y los ojos son carbones encendidos, chispas que se asfixian cruelmente en el mar de aire que los envuelve, brillan un instante con fuego de luciérnagas moribundas, y se desvanecen en el azul vertiginoso. Las embestidas son cada vez más certeras y Laura se siente hundir en arenas movedizas mientras hilos de sudor se deslizan por su cuerpo.

Una cabeza se inclina sobre el puente y Juan escupe insultos copiosamente, embebido como está en acechar el cuerpo desnudo que se torna infinito, que se convierte en un arco levantado sobre el mundo, que tiembla amenazando con derrumbarse, que se revuelve en el suelo y suspira entrecortadamente. Los autos derrapan sobre el puente con estrépito. La urgencia los lleva, demasiado rápido como para que puedan detenerse. Y la carrera desenfrenada termina con un largo y ahogado suspiro.

Un velo agotado les cubre los ojos, brevemente acaba el remolino ardiente y negro de la noche, y la claridad amenaza como una tormenta sobre las siluetas cavernosas y equívocas, mientras Laura nada pendiente abajo, en una carrera enloquecida, saltando las bolsas de basura que asemejan pájaros blancos desplegados en el suelo, huyendo ágilmente de las muecas de desprecio que se dibujan en el aire, liviana como una hoja despojada de su árbol, con el alto vuelo de sus diez años.

Se aferra desesperadamente al recuerdo, ante el insoportable naufragio de sus pies en la mañana que avanza decididamente sobre el mundo. Las luces cambiantes sobre los árboles circulares, los colores fogueados por el día hieren sin compasión a los que pasan, dejando al desnudo todos los dobleces del martirio.

viernes, 5 de marzo de 2010

Último vuelo (Parte I)



Apenas Laura se despertó esa mañana, un olor penetrante e indefinido subió hasta su garganta, anudándola de golpe. Todavía adormilada, se refriega enérgicamente los ojos, mientras el sol dibuja manchas sucias en la ventana. Remonta una mirada perdida sobre el azul intenso que se extiende sobre los techos frágiles, fielmente contorneados por la chapa relampagueante. Un breve golpe de angustia le recorre la espalda y suspira crispándose, intuyendo un lamento ahogado y profundo.

Sacude la cabeza para despejarse, intentando culpar a un mal sueño inexistente, aunque la realidad de la desgracia inminente se hacía palpable con lentitud, como una luz gris y densa encerrada entre las cuatro paredes, como el sonido de los chillidos salvajes de los perros y los gatos. Así va llegando la certeza abominable, a oleadas revestidas de temor y desconsuelo, silenciosamente ciegas, indiferentes a la pesadísima realidad que se desenvuelve como siempre, en cada paso que la atrae sin darle lugar a la menor resistencia. Se viste como autómata y mientras una camiseta raída le aprisiona los brazos, la sensación de asfixia es tan fuerte que le late en los oídos. Sobresaltada, forcejea hasta vestirse por completo, mira alrededor con el corazón desbocado y sus ojos no encuentran más que las paredes vacías, surcadas por largas y quejumbrosas manchas de humedad, el techo bajo y agobiante y el polvo que entreteje una pesada telaraña de nostalgia en la habitación que se vuelve a cada momento más grisácea, a cada momento más gastada, como acumulando cenizas, sudor apagado en los rincones angulosos, y la tristeza pende de un hilo sobre su cabeza como una araña silenciosa.

El eco distante de la voz aguda de su madre la forzó a la aparente tranquilidad. Fingió una sonrisa impenetrable y se despegó rápidamente de la habitación para tomarse un café flojo y dulzón antes de lanzarse al vacío cimbreante de la puerta, al aire cálido que ondulaba las cortinas. Laura caminó sobre el suelo caliente con la rutina empujándole los pies. Idas y vueltas. A comprar pan. A lavar ropa. Y echar a andar en la siesta fugaz siempre con el peligro latente como un hacha colgando sobre su nuca.

En medio de la pendiente abrupta de dos cerros áridos y barridos por el Zonda incesante, unos caballos flacos se alimentan de la basura que colorea intensamente el paisaje. Unos metros más adelante, se acumulan sin cesar las pilas de escombros, donde cada objeto descartado vibra unos días al compás de la novedad hasta pasar definitivamente a formar parte del paisaje, llenándolo de deformidades que por la noche llegan a aterrorizar con sus sombras alargadas y sus ruidos. De repente, un chico corrió provocando el desbande de un torbellino de palomas que se mecían en los cables eléctricos, sobre las hileras interminables de ropa tendida al sol.

El paseo solitario le abrió en la garganta un tajo feroz, donde se alojó poco a poco un silencio mortal y expectante, y su rigidez dejó paso a una mirada de alerta. Ahora el dolor se veía como algo ajeno y distante, pero casi al alcance de la mano, para agarrarlo, estirarlo, envolverse con él acurrucándose en un rincón oscuro, bordear peligrosamente los escalones de la locura, de una locura agónica e infinita, de un grito aplazado hasta petrificarse en el aire.
La sonrisa acerada de su vecino Juan se acercaba mordisqueando la distancia. Espera alegremente su abrazo, el rodeo apretado y ansioso, y en su descarga amorosa Laura siente una electricidad distinta y penetrante, una inercia que brota entre los dos cuerpos y se precipita hacia el vacío de la tarde, arremolinando la tristeza junto al polvo y haciendo pedazos el cielo calmo y azul del mediodía, para devolvérselos desgarrado, herido y ensangrentado, bordeado de moretones, en un atardecer desesperado.


Intercambian miradas que enfrían la piel, inciertas, y el día que se desploma ensombreciendo el barrio, sin dejar más que aullidos lastimosos y peleas asentadas en los recovecos, papeles arrastrados por el viento desganado, alegrías teñidas de una luz amarillenta, da el grito de alarma: es un día que llora, que grita, que patalea. Se va muriendo, y ellos no quieren dejar escaparse entre los dedos las estrellas que se dibujan un mapa luminoso sobre sus cabezas.