domingo, 7 de febrero de 2010

Atrapado


El día cargado sol era un mal presagio para Raúl. El cielo intensamente azul hería dolorosamente su cabeza sombría y su corazón encogido, como la luz del día hería sus ojos, acostumbrados a la oscuridad desvencijada de la pieza de pensión. El resplandor enceguecía su razón pobre y lo abría en dos, en su anhelo infantil de dejarse embriagar por el calor, y la sensación de tener una montaña de escombros en su interior que se lo impedía.

No fue hasta más tarde que empezó a sentir la crueldad del sol que le asestaba golpes en la espalda. Ladrillo sobre ladrillo sobre el vacío del silencio, muda obstinación que llenaba las largas horas de trabajo, aplastadas por una capa de cemento.

El rostro inmutable de Raúl, con los ojos vacíos y sus monosílabos desconfiados, molestaban o al menos crispaban al resto, que ahogaba con cerveza y risas la pesadez de los días que pasaban apilándose uno encima del otro, ahogándolos, dejándolos sin aliento, contenido hasta que llegaba el anochecer que los desataba.
Él no, afanosamente se concentraba sólo en la hilera que crecía delante de sus ojos. Nada decía cuando le pagaban mucho menos que a todos los demás. Él recibía un favor, como decía el patrón, porque era estúpido y si no fuese por él, se moriría de hambre. Y agradecía, con el alma puesta en cada pared que levantaba.
Sobre su cabeza revoloteaban recuerdos aplastados, grises, que él se esforzaba en espantar, pero que lo humillaban en su propio interior, haciéndolo hosco y temeroso, con la mirada fija en el suelo y la cabeza gacha. Se volvía, durante esas horas, un niño paralizado de terror, que miraba el cinturón que caía sobre su cuerpo una vez, y otra, y otra, hasta que finalmente cobraba conciencia del dolor y rompía en llanto desnudo, tras lo cual su viejo, un poco más calmado, se alejaba a seguir con sus tragos ácidos de vino y sus gruñidos. Se volvía dos ojos que se resistían a ver las lágrimas, dos oídos que se negaban a escuchar los gritos de la vieja amontonada en un rincón, haciéndose lo más pequeña posible, tratando de reducir instintivamente la superficie del dolor, esa superficie inacabable y profunda, que recibía después con odio mortal las demostraciones de amor forzadas a las que el viejo tenía acostumbradas a las mujeres de la casa.
Hacia atrás todo era una niebla oscura; hacia delante nada, excepto su ir y venir en el que su cabeza se desgastaba cada día más, obsesionada con unas pocas escenas nítidas y la sensación ajena de que la realidad se le iba de las manos. Y así habían pasado los años, cada vez más incapaz de quebrar el silencio y la impotencia, y cada vez más lejos del aire y del sol llameante.

Subió al andamio casi feliz de alejarse de la tierra, de mirar todo desde lo alto de su dominio. Tabla sobre tabla, calladamente, deseando seguir sin pensar, sin que se le apareciese nada más que la obra vista desde arriba, nada más que los cascos amarillos y el movimiento. Allá arriba tuvo la sensación de que el viento era sólido como piedra, de que el calor fundía sus recuerdos con el suelo, y cuando se precipitó velozmente hacia abajo, tuvo por fin la sensación de que todo desaparecía.