miércoles, 30 de abril de 2008

Hasta el fondo


Debajo de toda esta telaraña espesa hay arañazos melancólicos, hay años y años suburbanos y gotas de alegría que se escurren por el cuerpo, y los ojos de uno están vueltos hacia adentro, hacia abajo con el cielo oscuro y la luz que se filtra en el corazón, la verdad es cruda y hoy no se grita, hoy se murmura y late en los rincones ardiendo en carne viva.
Un cohete al espacio no es huir, es ir a buscar porque hace falta enceguecerse para ver, hay que sentir cómo el suelo lastima y para eso hace falta arrastrarse sin asco y recibir la sonrisa irónica del idiotizado público. Los nervios de papel no sirven aquí y de todas maneras nunca se ven, a otra cosa mariposa y a hablar de lo que importa, de tus ojos de bestia herida y de todo lo que pasaste, no vas a perderte por una cosa así, no tiene sentido, a la vida hay que romperle los brazos y agarrarla por el cuello, hay que arrancarle las tripas y comérselas. Hay que viajar al centro de la tierra y dormir al calor del fuego; hay que acechar la noche en las esquinas y oler el miedo de las calles. Hay que saltar sobre el mundo y apoderarte de todo lo que encuentres.

jueves, 24 de abril de 2008

Half of what I say is meaningless
But I say it just to reach you, Julia.
Julia, Julia,
oceanchild, calls me
So I sing a song of love, Julia
Julia, seashell eyes,
windy smile, calls me
So I sing a song of love, Julia.
Her hair of floating sky is shimmering,
Glimmering, In the sun.
Julia, Julia, morning moon, touch me
So I sing a song of love, Julia.
When I cannot sing my heart
I can only speak my mind, Julia.
Julia, sleeping sand,
silent cloud, touch me
So I sing a song of love, Julia.
Hum hum hum hum… calls me
So I sing a song of love for Julia,
Julia, Julia.

domingo, 20 de abril de 2008





La presión allá arriba era intolerable, condensada, confusa. El corazón me ardía y la vista se me nublaba, mientras sentía el miedo y el deseo bombéandome en la sangre. Hacía tiempo que los demás lo veían, lo intuían, y me seguían con una especie de temor cariñoso, me agarraban las manos afiebradas y susurraban palabras que buscaban traerme de vuelta a la tierra, de vuelta al suelo seguro, el suelo duro como la piedra. Pero yo no conseguía apartar los ojos del aire, del viento.

-No queremos perderte. Realmente, las cosas no son así. No está todo tan mal, después de todo ya has pasado por esto. Si te vas no vas a volver.

A los tropezones conseguí subir, alejarme y ver la tierra a miles de kilómetros, sentirme en suspensión perfecta, expectante, con la mirada que se volcaba hacia abajo, con el cuerpo intensamente atraído al vacío, atraído al vértigo, al salto, al impulso, y los brazos y piernas temblando. El viento hipnótico, la inercia, el misterio. Ya no había miedo ni valor, sino una decisión simple: saltar o no saltar. Y salté.

-No te asustes que estamos para sostenerte. ¿Ves? Aquí estamos todos abajo esperándote.

Un vuelco. La mirada fija, cayendo en círculos, y el aire desplegándose en mi pecho. La fuerza, la gravedad. Lo grave de la tierra me atraía. Y podrían haber pasado cientos de años mientras caía. Ahora era tarde, tarde para todo. La confusa llamada llegaba a su fin.


-Ahora ya no te tenemos, estás sola, estamos acá pero no hay nadie para sostenerte. ¿Ven? No hay nadie que la sostenga.


La sangre bajaba a mi cabeza, vertiginosamente, y yo no podía pensar; sólo sentía una furiosa alegía recorriéndome el cuerpo. Sólo la sensación de la inminencia, del suelo duro como la piedra, de vuelta a la tierra. Y enfrentando ya el golpe, en el último momento el paracaídas se abrió y mi cuerpo rodó, mientras la tela de colores se extendía bajo el sol.


lunes, 14 de abril de 2008

Escribir no es desnudarse. Uno dice solamente lo que está dispuesto a decir. En todo caso lo dice más claro, lo que siempre resulta revelador. Pero si no digo las cosas que siento en persona ¿qué me hizo pensar que iba a poder ponerlas por escrito?
En fin, qué triste es ser una cobarde. Ojalá pudiera decir todo de una vez. Mucho riesgo.

domingo, 13 de abril de 2008

“Me he bebido dieciocho vasos bien llenos de whisky. Eso es un record. Eso es todo lo que yo he conseguido en 39 años".

Dylan Thomas
Maldita la sed que le abrasaba la garganta. Y todo por la estupidez de tomar agua salada. Pero el deseo era irresistible. El pobre imbécil, atontado por el sol implacable. Solo en el mar. Y claro...
Mareado, se inclinó y vomitó sobre la cubierta. Y vio cómo el mar le devolvía una mueca de asco.
Se acostó desorientado sobre el fondo del bote, tapándose los ojos. Así que eso era todo. Anonadado.
Cerró los ojos, resoplando. Iba a la deriva. A la deriva en el mar, a la deriva en la vida. Parecía lo más lógico. Claro que nunca se había acostumbrado a la sensación de estar perdido y sin rumbo fijo. A esas cosas nadie se acostumbra. Y como buen perdedor, como buen fracasado, empezó a lamentarse.
Se lamentó primero de su infancia solitaria donde veía a los niños revolcándose en el barro, pero él no podía porque se le iban a infectar las heridas hechas por el padre. Porque la madre lo iba a meter en la pileta escupiendo insultos y llorando porque ella tendría que haber sido bailarina y no casarse con ese infeliz.
Se lamentó de haber pasado la adolescencia mirando a todos los otros, andrajoso y fumando como un desquiciado. Solo, porque no había aguantado más entre el padre borracho y la madre loca.
Lamentó su carácter huraño y despreciable, porque su único amor no lo había aguantado. Lamentó las noches tumbado en la suciedad, en la mugre y el frío.
Antes de poder seguir lamentándose, una sombra le cubrió el rostro y abrió los ojos. Los buitres se acercaban en círculos amenazantes, pero curiosamente tenían los ojos de la madre, del padre y de la amada. Y fue lo último que vio antes de desvanecerse mientras el bote se balanceaba plácidamente bajo el sol.

sábado, 12 de abril de 2008

Las siestas de sol te alejan un poco; parece que respiraras solamente calma y deseos, sobre todo caminando por la calle con el sol escurriéndose entre las hojas de los árboles. La emoción se desliza en cualquier detalle, y ese detalle resultó ser un techo en construcción y un pibe trabajando, con la espalda desnuda y una gorra para el sol, allá suspendido, con el cielo azul y el cemento que viéndolo así no me resultaba tan gris. Alto, bien alto, el calor deteniéndose en su piel, y yo hinchándome de gozo. Y vos allá, sin saber que acá abajo alguien estaba deseándote: tu cuerpo, tu sol y tu arriba.

jueves, 10 de abril de 2008

Si los tiburones fuesen hombres




-Si los tiburones fuesen hombres- preguntó al señor K la hijita de su patrona-, ¿serían entonces simpáticos con los pececillos?
-Seguro -dijo él-; si los tiburones fuesen hombres, mandarían construir enormes cajas en el mar depositando en su interior toda clase de alimentos, plantas, así como también materias orgánicas, además siempre se preocuparían de que las cajas tuvieran agua fresca, y, en resumidas cuentas, que dispusieran de toda clase de medidas sanitarias; si, por ejemplo, un pececillo se hiriese en la aleta, se la vendarían inmediatamente pues con eso impedirían que se les murieran antes de tiempo. También darían grandes fiestas acuáticas para divertir a los pececillos, ya que éstos saben mejor si no están tristes.
Naturalmente, habría escuelas dentro de las grandes cajas. En esas escuelas los pececillos aprenderían a nadar en las fauces de los tiburones, necesitando también conocimientos de Geografía para poder encontrar esos lugares en donde los escualos holgazanean.
Por supuesto que tampoco habría que olvidar el perfeccionamiento moral de los pececillos; instruyéndoseles acerca de que lo más elevado y hermoso para un pececillo consiste en que éste debe sacrificarse por los tiburones si ellos se lo dicen y que también debe creerles si les explican que se preocupan con objeto de que tengan un bonito futuro, por ello se enseñaría a los pececillos que ese porvenir sólo lo tendrían si aprenden a ser dóciles y obedientes. Ante todo deberían guardarse del materialismo, el egoísmo y el marxismo. Si alguno de los pececillos revelasen semejantes tendencias a sus compañeros éstos tendrían el deber de delatarles inmediatamente a los tiburones.
Si los tiburones fuesen hombres, se harían la guerra los unos a los otros, naturalmente, para conquistar más cajas, y a pececillos extranjeros, obligando a sus propios pececillos a combatir en tales guerras.
Los tiburones enseñarían a los pececillos, que, entre ellos, y los pececillos de los otros tiburones, existen gigantescas diferencias. También les advertirían que aunque todos los pececillos sean mudos, lo que sucede es que callan en idiomas diferentes, y, por lo tanto, es imposible que lleguen a entenderse.
A cada pececillo que en una guerra matase a un par de pececillos enemigos, de los que callan en otras lenguas, se les regalaría una pequeña condecoración marina, dándosele el título de héroe.
Si los tiburones fuesen hombres, tendrían, por supuesto, sus habilidades. Habrían hermosos retratos sobre los dientes de los tiburones, pintados en magníficos colores, presentando sus fauces como límpidos jardines de ocio y recreo en donde todos se reunirían sin faltar ninguno.
Los teatros del fondo del mar mostrarían a los heroicos pececillos nadando entusiasmados por entre las fauces de los tiburones, siendo el sonido de la música tan hermoso que mecidos como en un ensueño por las sensaciones más deliciosas, los pececillos serían arrastrados por las corrientes acuáticas siguiendo a la banda de músicos, para precipitarse en el interior de las fauces de los tiburones.
También habría una religión si los tiburones fuesen hombres. En ella se enseñaría a los pececillos que la verdadera vida comienza en el vientre de los tiburones.
Por lo demás, si los tiburones fuesen hombres, los pececillos no serían todos iguales como ahora son; algunos obtendrían empleos que les permitirían legalmente ser superiores a los demás, y hasta poseerían el derecho, los más grandes, de comerse a los pececillos más pequeños.
Los tiburones encontrarían esto muy agradable ya que les daría ocasión de ingerir grandes porciones de comida.
Y los pececillos más gordos estarían ocupando los mejores puestos; serían los encargados de mantener el orden entre los demás pececillos, siendo los maestros u oficiales, ingenieros de cajas, etc.
En resumidas cuentas: si los tiburones fuesen hombres, habría una cultura en el mar.


Bertolt Brecht

lunes, 7 de abril de 2008

¿Qué quiero?

Quiero tenerte entre mis brazos. Quiero abandonarme en tus ojos y sentir que llegué a algún puerto. Quiero tu risa, quiero tu calor.
Quiero volar encima del aire enrarecido que nos asfixia. Quiero tener valor, algo que siempre me faltó. Quiero desprenderme de mi vaciedad, dar lo poco que tengo. Dártelo.
Cuántos ya te habrán escrito. Cuántos te vivieron, madre y amante, cuántos te habrán confundido con su dolor.
Quiero que llegues...no me dejes morir sin ti.
Tengo ganas de vomitar, no entiendo nada, no entiendo el silencio que me acorrala, odio cada maldita palabra falsa que me ronda, me da asco, me doy asco. A dormir y mañana será otro día, seguramente mañana el estómago me dará una tregua.

Ay

Qué estúpidamente tierna la ilusión de querer conocerme más, las preguntas ingenuas o agresivas, las miradas intensas y las manos que me buscan. Si yo hubiera contestado a todos los que me insistieron, si hubiera vaciado mi corazón en ellos, ¿qué quedaría de mí? Nada, porque me hubieran arrancado de a pedazos de mi cuerpo, alejándose para siempre y yo quedándome aquí, sin mí.

domingo, 6 de abril de 2008

¿Qué más puedo decir?



Todo el día había sido extraño, calmado pero violento, con revelaciones extrañas y mentiras cruzadas. Y así fue que en un inútil abrazo se volcó nuestra tristeza, nuestra insignificancia. Y al ritmo torpe de las caricias, al susurro hueco de tus palabras, terminamos enredados e infelices en una habitación desnuda y oscura, donde los besos húmedos y el contacto descarnado y primitivo no conseguían mitigar el aire frío que entraba por la ventana ni encender un poco las sombras de la noche.
Y la violenta inercia y el vacío que flotaba entre nosotros hicieron el resto. Caíste sobre mí sin verme, lanzándote ciegamente, cuando vos te quedabas atrás, y me mirabas como implorante. Y así te recibí yo, con mirada esquiva y silenciosa, con un rencor que no era hacia vos, intentando consolarte y preguntándome qué diablos hacíamos ahí mientras la mañana fría se anunciaba y una luz grisácea inundaba nuestros cuerpos y tratábamos inútilmente de vencer el desencuentro.

sábado, 5 de abril de 2008


Arrójate bajo las ruedas! El aire helado hace arder tu alma...Corre, pobre desorientado, buscando lo invisible, escarbando en la suciedad, gritando al cielo puro y aterrador. Y uno, dos, tres compases implacables, la música que lo arrastra y lo eleva, y corre...

viernes, 4 de abril de 2008

Este cuento es increíble, lo leí (traducido) en Puto y aparte, un blog que recomiendo calurosamente.

Bala en el cerebro
Tobias Wolff
Traducción: Xtian Rodriguez


Anders llegó al banco poco antes de la hora de cierre, así que por supuesto la cola era interminable y quedó ubicado detrás de dos mujeres que, con su estridente y estúpida conversación, lo pusieron de un humor asesino. De cualquier manera nunca estaba del mejor humor, Anders—un crítico literario conocido por el cansado y elegante salvajismo con el que despachaba casi todo lo que reseñaba.
Aunque la cola serpenteaba siguiendo la cuerda, una de las cajeras puso un cartel de “caja cerrada” en su ventanilla, caminó hacia la parte de atrás del banco, se apoyó contra un escritorio y empezó a hacer tiempo con un hombre que ordenaba papeles. Las mujeres delante de Anders interrumpieron su conversación y observaron a la cajera con odio. “Ah, qué bien”, dijo una de ellas. Se volvió hacia Anders y agregó, confiada en su complicidad, “Uno de esos toquecitos humanos que nos hacen volver por más.”
Anders había acumulado ya su propio odio contra la cajera, pero inmediatamente lo desvió hacia la quejosa presumida que tenía delante. “Es tan injusto”, dijo. “Trágico, realmente. Si no están amputando la pierna equivocada o bombardeando un pueblo ancestral, están cerrando una ventanilla.”
Ella defendió su posición. “No dije que fuera trágico”, dijo. “Sólo creo que es una pésima manera de tratar a los clientes.”
—Imperdonable—dijo Anders.—El cielo tomará nota.
Ella aspiró y ahuecó sus mejillas, miró más allá de él y no dijo nada. Anders vio que la otra mujer, su amiga, miraba en la misma dirección. Y entonces los cajeros dejaron de hacer lo que hacían y los clientes giraron lentamente y un silencio invadió el banco. Dos hombres con pasamontañas negros y trajes azules estaban parados al lado de la puerta. Uno de ellos apretaba una pistola contra el cuello del guardia. Los ojos del guardia estaban cerrados y sus labios se movían. El otro hombre tenía una escopeta recortada. “¡Todos callados la boca!”, dijo el hombre con la pistola, aunque nadie había dicho una sola palabra. “Si alguno de los cajeros acciona la alarma son todos boleta. ¿Entendieron?”
Los cajeros asintieron.
—Bravo—dijo Anders.—Boleta—. Giró hacia la mujer que tenía delante.—Excelente guión, eh. La inexorable y aguerrida poesía de las clases peligrosas.
Ella lo miró con los ojos húmedos.
El hombre de la escopeta empujó al guardia hasta hacerlo arrodillar. Le dio la escopeta a su compañero, tomó con firmeza las muñecas del guardia y le esposó las manos en la espalda. Lo derribó al piso con una patada entre los omóplatos. Luego tomó la escopeta otra vez y fue hacia la puerta de seguridad ubicada al final de la hilera de cajas. Era petiso y pesado y se movía con una peculiar lentitud, casi con apatía. “Ábranle”, dijo su compañero. El hombre con la escopeta abrió la puerta y avanzó despacio por detrás de los cajeros, entregando a cada uno una bolsa de plástico. Cuando encontró la ventanilla vacía miró al hombre de la pistola, que dijo, “¿De quién es esta caja?”
Anders miró a la cajera. Ella puso una mano en su garganta y giró hacia el hombre con el que hablaba. El hombre asintió. “Mía”, dijo ella.
—Entonces mové ese culo feo y llená esta bolsa.
—Ahí tiene—le dijo Anders a la mujer que tenía delante.—Se hace justicia.
—¡Vos, genio! ¿Te di permiso para que hables?
—No—dijo Anders.
—Entonces cerrá el pico.
—¿Escucharon eso? —dijo Anders.—Genio. Parece sacado de
Los asesinos.
—Por favor, cállese—dijo la mujer.
—¿Sos sordo?—El hombre con la pistola fue hasta donde estaba Anders. Le clavó la punta de la pistola en el estómago.—¿Te pensás que estoy jugando?
—No—dijo Anders. Pero el caño le hizo cosquillas como un dedo rígido y tuvo que esforzarse para no reír. Para aguantarse se forzó a mirar al hombre a los ojos, que eran claramente visibles detrás del pasamontañas de la máscara: celestes, y con los bordes rojizos. El párpado del ojo izquierdo temblaba. El hombre suspiró y exhaló un penetrante olor a amoníaco que sacudió a Anders más que todo lo que había sucedido hasta ese momento, e hizo que comenzara a desarrollar un sentimiento de incomodidad cuando de pronto el hombre lo aguijoneó otra vez con la pistola.
—¿Te gusto, genio? —dijo.—¿Querés chuparme la pija?
—No—dijo Anders.
—Entonces dejá de mirarme.
Anders fijó sus ojos en los mocasines del hombre.
—No ahí abajo, acá arriba—. Metió la pistola bajo la pera de Anders y la empujó hacia arriba hasta que lo dejó mirando el techo.
Anders nunca había prestado mucha atención a esa parte del banco, un viejo edificio pomposo con pisos, pilares y mostradores de mármol y arabescos dorados sobre las ventanillas de las cajas. La cúpula en el techo estaba decorada con figuras mitológicas envueltas en togas a cuya fealdad regordeta Anders apenas había echado una mirada hacía muchos años y luego había declinado prestar atención. Ahora no tenía más opción que estudiar el trabajo del pintor. Era peor de lo que recordaba, y todo había sido ejecutado con la mayor seriedad. El artista tenía unos pocos trucos en la manga y los usaba una y otra vez: cierto tono rosado en la parte inferior de las nubes, una tímida mirada hacia atrás en las caras de los cupidos y los faunos. El techo estaba atiborrado con variados dramas, pero el que captó el ojo de Anders era el de Zeus y Europa—retratados, en esta versión, como un toro clavando la mirada en una vaca desde detrás de un montón de heno. Para hacer sexy a la vaca el pintor le había torcido las caderas sugestivamente y la había dotado de unas largas pestañas lánguidas a través de las cuales observaba al toro en una sensual bienvenida. El toro esgrimía una sonrisa afectada y sus cejas estaban arqueadas. De haber existido un globo de historieta saliendo de su boca habría dicho “Cuchi cuchi”.
—¿De qué te reís, genio?
—De nada.
—¿Te parezco gracioso? ¿Te pensás que soy un payaso?
—No.
—¿Te pensás que podés joder conmigo?
—No.
—Seguí jodiendo y sos boleta. ¿Capische?
Anders estalló en una carcajada. Tapó su boca con ambas manos y dijo “Lo siento, lo siento”, y luego resopló por la nariz a través de sus dedos y dijo “Capische, oh dios, capische“, y en ese momento el hombre de la pistola levantó la pistola y le disparó a Anders en la cabeza.
La bala impactó en el cráneo de Anders y atravesó su cerebro y salió detrás de su oreja derecha, dispersando astillas de hueso hacia la corteza cerebral, el cuerpo calloso, y más atrás, hacia los ganglios basales y hacia abajo en el tálamo. Pero antes de que todo esto ocurriera, la primera aparición de la bala en el cerebro desencadenó una cadena chisporroteante de reacciones iónicas y neuro-transmisiones. El peculiar origen de estas reacciones les imprimió un patrón peculiar, reviviendo azarosamente una tarde de verano de hacía cuarenta años, y que hacía mucho tiempo había sido olvidada. Luego de impactar el cráneo, la bala se movía a 300 metros por segundo, una marcha patéticamente lenta y glacial comparada con los relámpagos sinápticos que estallaban a su alrededor. Una vez en el cerebro la bala cayó bajo el control del tiempo cerebral, lo que le dio a Anders tiempo suficiente para contemplar la escena que, en una frase que Anders hubiera aborrecido, “se representó frente a sus ojos”.
Vale la pena notar lo que Anders no recordó, dado lo que sí recordó. No recordó a su primera amante, Sherry, o lo que más había amado locamente en ella, antes de que comenzara a irritarlo: su desvergonzada carnalidad, y especialmente la forma cordial que tenía de dirigirse a su miembro, que ella llamaba Mister Mole, como en “Oh, parece que Mister Mole quiere jugar” o “¡Juguemos a la escondida con Mister Mole!” Anders no recordó a su esposa, a quien también había amado hasta que lo cansó con su rutina, o a su hija, ahora una malhumorada profesora de economía en Dartmouth. No recordó estar parado frente a la puerta de la habitación de su hija mientras ella retaba a su oso de peluche diciéndole que se había portado mal y describía los escalofriantes castigos que le esperaban a Garras a menos que cambiara su comportamiento. No recordó una sola línea de los cientos de poemas que había memorizado en su juventud para poder erizarse la piel a voluntad: ni “Silencioso, en la cima de una montaña en Darien”, ni “Oh dios, hoy escuché”, ni “¿Todas las bellas? ¿Dijiste todas? ¡Oh Dios! ¿Todas?” Ninguno de estos versos recordó; ni uno. Anders no recordó a su madre moribunda diciendo de su padre “debería haberlo apuñalado mientras dormía”.
No recordó al profesor Josephs contándole a la clase cómo los prisioneros atenienses en Sicilia podrían haber sido liberados si recitaban Esquilo ni cuando el mismo Josephs recitó Esquilo, a continuación, en griego. Anders no recordó cómo sus ojos habían ardido con esos sonidos. No recordó la sorpresa de ver el nombre de un compañero de universidad en la solapa de una novela no mucho tiempo después de la graduación, o el respeto que sintió después de leer el libro. No recordó el placer de respetar.
Tampoco recordó Anders ver haber visto a una mujer arrojarse a su muerte desde un edificio enfrente del suyo días después del nacimiento de su hija. No recordó haber gritado “¡Dios, ten piedad!”. No recordó haber chocado el auto de su padre a propósito contra un árbol, o las patadas en las costillas de tres policías en una marcha contra la guerra, o despertarse riendo. No recordó cuando comenzó a mirar los libros apilados en su escritorio con recelo y desdén, o cuando empezó a detestar a los escritores por escribirlos. No recordó cuándo todo empezó a recordarle otra cosa.
Esto es lo que recordó. Calor. Un campo de béisbol. Pasto amarillo, el mundo de los insectos, él mismo reclinado contra un árbol mientras los chicos del barrio se reunen para armar un partido. Él observa mientras los demás discuten el talento relativo de Mantle y de Mays. Han estado preocupados por este tema todo el verano y se ha vuelto tedioso para Anders: una opresión, como el calor.
Entonces llegan los últimos dos muchachos, Coyle y un primo de él de Mississippi. Anders nunca ha visto al primo de Coyle antes y nunca lo volverá ver. Anders dice hola con los otros y no le presta más atención hasta que han elegido equipo y alguien le pregunta al primo en qué puesto quiere jugar. “Parador en corto”, dice el muchacho. “Parador en corto es la mejor posición que es”. Anders gira y se queda mirándolo. Quiere escuchar al primo de Coyle repetir lo que acaba de decir, pero sabe que no debe preguntar. Los otros pensarán que es un creído, burlándose del chico por su gramática. Pero no es eso, no es eso para nada: es que Anders está extrañamente exaltado, iluminado por esas dos palabras finales, su sorpresa y su música. Entra al campo en un trance, repitiendo esas palabras para sí.
La bala ya está en el cerebro; no será demorada por siempre, su avance no se detendrá. Al final hará su trabajo y dejará el cráneo agujereado, arrastrando una cola de cometa de memoria y esperanza y talento y amor hacia el mármol del salón. Y eso no podrá evitarse. Pero por ahora Anders todavía puede hacer tiempo. Tiempo para que las sombras que se alarguen en el pasto, tiempo para que el perro le ladre a la pelota que vuela, tiempo para que el muchacho en el sector izquierdo del campo golpetee su guante negro de transpiración y suavemente entone, Que es, que es, que es.