viernes, 5 de noviembre de 2010

Ahora entiendo: uno debería aferrarse ciertamente a las cosas cotidianas, aunque éstas aparentemente carezcan de sentido: si no existiesen, no existiría ningún maldito salvavidas que nos rescate de la muerte; y lo mejor es no preguntarse nada, permanecer en la superficie del mar revuelto; no preguntarse a qué quiere uno aferrarse, si es la vida, qué es la vida: esto nos haría perder el eje de una forma tal, que llegaríamos a las más horribles abominaciones que nos sorprenden y horrorizan todos los días y que perpetra algún loco que perdió el control de su propio timón.

viernes, 29 de octubre de 2010

Un cielo grisáceo hunde sus raíces profundas en mi llanto. Alto y tembloroso, se erige en la distancia un árbol, con la hojarasca bordeada de ocre, las ramas dobladas en silencio mudo hacia abajo, como múltiples andrajos.
La distancia que separa mis sentidos oscuros de mis acciones, de mis pies y manos débiles e inútiles, se ha hecho tan grande que me asusta. El dolor cíclico que tanto me aquejaba no ha desaparecido, sólo se ha remitido a un remoto inconsciente. Duerme pacientemente adiestrado, encadenado como un dragón horroroso junto al fuego. La lucha contra él me ha debilitado, he puesto todos mis esfuerzos para aplacarlo, y junto a él he consumido la ira, la lujuria, el odio mortal y enconado, la ironía áspera, y he quedado vacía de palabras, de acciones desesperadas, de silencios y de gritos. Sólo me siento rodar como un engranaje, y con el monstruo dormitando creciéndome en la garganta hasta asfixiarme. Me muevo en el perpetuo temor de reavivarlo...

miércoles, 19 de mayo de 2010

Frente al infierno

Las frías puertas de piedra
están abiertas,
pero sumergirse
en la densa oscuridad
parece demasiado.

Y sin embargo
el peligro no está allí,
en el negro abatimiento.
No habría regreso.

Me internaría
en los bajos fondos,
en las escaleras sin fin
siempre hacia abajo.

Y sería demasiado tarde
para el aire claro,
para el aire frágil.
No habría regreso.

He cruzado el umbral,
con un dolor profundo
de huesos y de músculos.
Umbral gris y desganado.

Y los huecos
poblados de temor,
de parálisis inútil.
Tan simples de quebrar.
No habría regreso.

jueves, 18 de marzo de 2010

Último vuelo (Parte II)

Se arrastran, en un delirio tenso con rechinar de dientes, hasta un puente carcomido por el tiempo y el abandono, sumergido casi por completo en un bosque de yuyos y árboles raquíticos, y el cemento descascarado relumbra casi con luz propia debajo del río oscuro de la noche.
Los cuerpos se buscan, forcejean entre sí, se van enredando de a poco y estrechan un hondo abrazo de violencia húmeda. El incómodo rumor de las hojas despierta una desazón inexplicable en Laura, y un recelo taciturno le empaña los ojos bajo las caricias azuladas. Tiene conciencia de que se arroja sin paracaídas a un abismo, y por momentos se marea entre el vértigo ancestral de las estrellas y el tacto descarnado y visceral entre las piernas ardorosas. Se enmudece del pasado lentamente y sus brazos desplegados son un puente tendido hacia delante, un puente huidizo y palpitante que dejará oír su eco en los sofocados días que la esperan.


El calor palpitante va creciendo como una tormenta de verano y los ojos son carbones encendidos, chispas que se asfixian cruelmente en el mar de aire que los envuelve, brillan un instante con fuego de luciérnagas moribundas, y se desvanecen en el azul vertiginoso. Las embestidas son cada vez más certeras y Laura se siente hundir en arenas movedizas mientras hilos de sudor se deslizan por su cuerpo.

Una cabeza se inclina sobre el puente y Juan escupe insultos copiosamente, embebido como está en acechar el cuerpo desnudo que se torna infinito, que se convierte en un arco levantado sobre el mundo, que tiembla amenazando con derrumbarse, que se revuelve en el suelo y suspira entrecortadamente. Los autos derrapan sobre el puente con estrépito. La urgencia los lleva, demasiado rápido como para que puedan detenerse. Y la carrera desenfrenada termina con un largo y ahogado suspiro.

Un velo agotado les cubre los ojos, brevemente acaba el remolino ardiente y negro de la noche, y la claridad amenaza como una tormenta sobre las siluetas cavernosas y equívocas, mientras Laura nada pendiente abajo, en una carrera enloquecida, saltando las bolsas de basura que asemejan pájaros blancos desplegados en el suelo, huyendo ágilmente de las muecas de desprecio que se dibujan en el aire, liviana como una hoja despojada de su árbol, con el alto vuelo de sus diez años.

Se aferra desesperadamente al recuerdo, ante el insoportable naufragio de sus pies en la mañana que avanza decididamente sobre el mundo. Las luces cambiantes sobre los árboles circulares, los colores fogueados por el día hieren sin compasión a los que pasan, dejando al desnudo todos los dobleces del martirio.

viernes, 5 de marzo de 2010

Último vuelo (Parte I)



Apenas Laura se despertó esa mañana, un olor penetrante e indefinido subió hasta su garganta, anudándola de golpe. Todavía adormilada, se refriega enérgicamente los ojos, mientras el sol dibuja manchas sucias en la ventana. Remonta una mirada perdida sobre el azul intenso que se extiende sobre los techos frágiles, fielmente contorneados por la chapa relampagueante. Un breve golpe de angustia le recorre la espalda y suspira crispándose, intuyendo un lamento ahogado y profundo.

Sacude la cabeza para despejarse, intentando culpar a un mal sueño inexistente, aunque la realidad de la desgracia inminente se hacía palpable con lentitud, como una luz gris y densa encerrada entre las cuatro paredes, como el sonido de los chillidos salvajes de los perros y los gatos. Así va llegando la certeza abominable, a oleadas revestidas de temor y desconsuelo, silenciosamente ciegas, indiferentes a la pesadísima realidad que se desenvuelve como siempre, en cada paso que la atrae sin darle lugar a la menor resistencia. Se viste como autómata y mientras una camiseta raída le aprisiona los brazos, la sensación de asfixia es tan fuerte que le late en los oídos. Sobresaltada, forcejea hasta vestirse por completo, mira alrededor con el corazón desbocado y sus ojos no encuentran más que las paredes vacías, surcadas por largas y quejumbrosas manchas de humedad, el techo bajo y agobiante y el polvo que entreteje una pesada telaraña de nostalgia en la habitación que se vuelve a cada momento más grisácea, a cada momento más gastada, como acumulando cenizas, sudor apagado en los rincones angulosos, y la tristeza pende de un hilo sobre su cabeza como una araña silenciosa.

El eco distante de la voz aguda de su madre la forzó a la aparente tranquilidad. Fingió una sonrisa impenetrable y se despegó rápidamente de la habitación para tomarse un café flojo y dulzón antes de lanzarse al vacío cimbreante de la puerta, al aire cálido que ondulaba las cortinas. Laura caminó sobre el suelo caliente con la rutina empujándole los pies. Idas y vueltas. A comprar pan. A lavar ropa. Y echar a andar en la siesta fugaz siempre con el peligro latente como un hacha colgando sobre su nuca.

En medio de la pendiente abrupta de dos cerros áridos y barridos por el Zonda incesante, unos caballos flacos se alimentan de la basura que colorea intensamente el paisaje. Unos metros más adelante, se acumulan sin cesar las pilas de escombros, donde cada objeto descartado vibra unos días al compás de la novedad hasta pasar definitivamente a formar parte del paisaje, llenándolo de deformidades que por la noche llegan a aterrorizar con sus sombras alargadas y sus ruidos. De repente, un chico corrió provocando el desbande de un torbellino de palomas que se mecían en los cables eléctricos, sobre las hileras interminables de ropa tendida al sol.

El paseo solitario le abrió en la garganta un tajo feroz, donde se alojó poco a poco un silencio mortal y expectante, y su rigidez dejó paso a una mirada de alerta. Ahora el dolor se veía como algo ajeno y distante, pero casi al alcance de la mano, para agarrarlo, estirarlo, envolverse con él acurrucándose en un rincón oscuro, bordear peligrosamente los escalones de la locura, de una locura agónica e infinita, de un grito aplazado hasta petrificarse en el aire.
La sonrisa acerada de su vecino Juan se acercaba mordisqueando la distancia. Espera alegremente su abrazo, el rodeo apretado y ansioso, y en su descarga amorosa Laura siente una electricidad distinta y penetrante, una inercia que brota entre los dos cuerpos y se precipita hacia el vacío de la tarde, arremolinando la tristeza junto al polvo y haciendo pedazos el cielo calmo y azul del mediodía, para devolvérselos desgarrado, herido y ensangrentado, bordeado de moretones, en un atardecer desesperado.


Intercambian miradas que enfrían la piel, inciertas, y el día que se desploma ensombreciendo el barrio, sin dejar más que aullidos lastimosos y peleas asentadas en los recovecos, papeles arrastrados por el viento desganado, alegrías teñidas de una luz amarillenta, da el grito de alarma: es un día que llora, que grita, que patalea. Se va muriendo, y ellos no quieren dejar escaparse entre los dedos las estrellas que se dibujan un mapa luminoso sobre sus cabezas.

domingo, 7 de febrero de 2010

Atrapado


El día cargado sol era un mal presagio para Raúl. El cielo intensamente azul hería dolorosamente su cabeza sombría y su corazón encogido, como la luz del día hería sus ojos, acostumbrados a la oscuridad desvencijada de la pieza de pensión. El resplandor enceguecía su razón pobre y lo abría en dos, en su anhelo infantil de dejarse embriagar por el calor, y la sensación de tener una montaña de escombros en su interior que se lo impedía.

No fue hasta más tarde que empezó a sentir la crueldad del sol que le asestaba golpes en la espalda. Ladrillo sobre ladrillo sobre el vacío del silencio, muda obstinación que llenaba las largas horas de trabajo, aplastadas por una capa de cemento.

El rostro inmutable de Raúl, con los ojos vacíos y sus monosílabos desconfiados, molestaban o al menos crispaban al resto, que ahogaba con cerveza y risas la pesadez de los días que pasaban apilándose uno encima del otro, ahogándolos, dejándolos sin aliento, contenido hasta que llegaba el anochecer que los desataba.
Él no, afanosamente se concentraba sólo en la hilera que crecía delante de sus ojos. Nada decía cuando le pagaban mucho menos que a todos los demás. Él recibía un favor, como decía el patrón, porque era estúpido y si no fuese por él, se moriría de hambre. Y agradecía, con el alma puesta en cada pared que levantaba.
Sobre su cabeza revoloteaban recuerdos aplastados, grises, que él se esforzaba en espantar, pero que lo humillaban en su propio interior, haciéndolo hosco y temeroso, con la mirada fija en el suelo y la cabeza gacha. Se volvía, durante esas horas, un niño paralizado de terror, que miraba el cinturón que caía sobre su cuerpo una vez, y otra, y otra, hasta que finalmente cobraba conciencia del dolor y rompía en llanto desnudo, tras lo cual su viejo, un poco más calmado, se alejaba a seguir con sus tragos ácidos de vino y sus gruñidos. Se volvía dos ojos que se resistían a ver las lágrimas, dos oídos que se negaban a escuchar los gritos de la vieja amontonada en un rincón, haciéndose lo más pequeña posible, tratando de reducir instintivamente la superficie del dolor, esa superficie inacabable y profunda, que recibía después con odio mortal las demostraciones de amor forzadas a las que el viejo tenía acostumbradas a las mujeres de la casa.
Hacia atrás todo era una niebla oscura; hacia delante nada, excepto su ir y venir en el que su cabeza se desgastaba cada día más, obsesionada con unas pocas escenas nítidas y la sensación ajena de que la realidad se le iba de las manos. Y así habían pasado los años, cada vez más incapaz de quebrar el silencio y la impotencia, y cada vez más lejos del aire y del sol llameante.

Subió al andamio casi feliz de alejarse de la tierra, de mirar todo desde lo alto de su dominio. Tabla sobre tabla, calladamente, deseando seguir sin pensar, sin que se le apareciese nada más que la obra vista desde arriba, nada más que los cascos amarillos y el movimiento. Allá arriba tuvo la sensación de que el viento era sólido como piedra, de que el calor fundía sus recuerdos con el suelo, y cuando se precipitó velozmente hacia abajo, tuvo por fin la sensación de que todo desaparecía.