jueves, 21 de febrero de 2013

¿Cuándo empezó ese miedo que fue poco a poco haciéndose mortal, y que ahora lo postraba en silencio sobre su cama, en posición fetal y absorbiendo la luz del día hasta que terminaba?
Se hubiera dicho que el miedo lo acompañaba como algo innato, como un segundo corazón que latía acompasadamente, y que al bombear aumentaba su parálisis. Pero después de reflexionar (pasaba las horas muertas examinando sus propios pensamientos, volviéndolos del revés y calculando el peso aproximado que ocupaban en su cerebro) llegó a la conclusión de que era más bien una especie de odioso marcapasos que se había instalado en su pecho para hacerse imprescindible.
Porque, en verdad, ¿qué hubiera hecho sin ese miedo persuadiéndolo a cada paso de no actuar, mirándolo desde el fondo de sí mismo con ojos implorantes, como un animal enfermo o un inválido? Tenía piedad de su miedo y volvía a prometerse no asustarlo, cuidarlo y protegerlo del mundo y de sí mismo.
A veces, antes de que su miedo creciera hasta ocupar la mayor parte de su cuerpo -como una inmensa sanguijuela latiendo sobre su piel- olvidaba durante días enteros que existía y sólo lo recordaba como un detalle insignificante, en verdad ni siquiera lo podía llamar recuerdo, sino que se asemejaba a la sensación que nos produce un par de zapatos guardados en un armario, cuya existencia no ignoramos pero de la que no somos conscientes por completo hasta que abrimos la puerta del armario y nos topamos con ella. De la misma manera casi se olvidaba de su miedo, en forma distraída lo consideraba una pequeña manía de la cual podría deshacerse con sólo decidirse a saltar con los brazos abiertos a esa vida que se tendía como un puente hacia delante. Y sin embargo, de nuevo empezaba sin quererlo a prestar atención a ese murmullo incesante de un pequeño monstruo que lo miraba como un hombre desconocido a la orilla del puente, con un sombrero sobre los ojos y sonrisa tenebrosa.
Claro que pensó enfrentarse con el desconocido y demostrarle, que después de todo no le tenía miedo. Pero entonces el murmullo se trocaba en alaridos de bestia herida y su miedo parecía llamarlo como si amenazara con soltarse y provocar una catástrofe. Nada le quedaba sino apaciguarlo, darle de beber sus energías hasta consumirse lentamente en este estropajo que era hoy, impotente para alimentar a tan temible bestia.