-No queremos perderte. Realmente, las cosas no son así. No está todo tan mal, después de todo ya has pasado por esto. Si te vas no vas a volver.
A los tropezones conseguí subir, alejarme y ver la tierra a miles de kilómetros, sentirme en suspensión perfecta, expectante, con la mirada que se volcaba hacia abajo, con el cuerpo intensamente atraído al vacío, atraído al vértigo, al salto, al impulso, y los brazos y piernas temblando. El viento hipnótico, la inercia, el misterio. Ya no había miedo ni valor, sino una decisión simple: saltar o no saltar. Y salté.
-No te asustes que estamos para sostenerte. ¿Ves? Aquí estamos todos abajo esperándote.
Un vuelco. La mirada fija, cayendo en círculos, y el aire desplegándose en mi pecho. La fuerza, la gravedad. Lo grave de la tierra me atraía. Y podrían haber pasado cientos de años mientras caía. Ahora era tarde, tarde para todo. La confusa llamada llegaba a su fin.
-Ahora ya no te tenemos, estás sola, estamos acá pero no hay nadie para sostenerte. ¿Ven? No hay nadie que la sostenga.
La sangre bajaba a mi cabeza, vertiginosamente, y yo no podía pensar; sólo sentía una furiosa alegía recorriéndome el cuerpo. Sólo la sensación de la inminencia, del suelo duro como la piedra, de vuelta a la tierra. Y enfrentando ya el golpe, en el último momento el paracaídas se abrió y mi cuerpo rodó, mientras la tela de colores se extendía bajo el sol.
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