domingo, 20 de abril de 2008





La presión allá arriba era intolerable, condensada, confusa. El corazón me ardía y la vista se me nublaba, mientras sentía el miedo y el deseo bombéandome en la sangre. Hacía tiempo que los demás lo veían, lo intuían, y me seguían con una especie de temor cariñoso, me agarraban las manos afiebradas y susurraban palabras que buscaban traerme de vuelta a la tierra, de vuelta al suelo seguro, el suelo duro como la piedra. Pero yo no conseguía apartar los ojos del aire, del viento.

-No queremos perderte. Realmente, las cosas no son así. No está todo tan mal, después de todo ya has pasado por esto. Si te vas no vas a volver.

A los tropezones conseguí subir, alejarme y ver la tierra a miles de kilómetros, sentirme en suspensión perfecta, expectante, con la mirada que se volcaba hacia abajo, con el cuerpo intensamente atraído al vacío, atraído al vértigo, al salto, al impulso, y los brazos y piernas temblando. El viento hipnótico, la inercia, el misterio. Ya no había miedo ni valor, sino una decisión simple: saltar o no saltar. Y salté.

-No te asustes que estamos para sostenerte. ¿Ves? Aquí estamos todos abajo esperándote.

Un vuelco. La mirada fija, cayendo en círculos, y el aire desplegándose en mi pecho. La fuerza, la gravedad. Lo grave de la tierra me atraía. Y podrían haber pasado cientos de años mientras caía. Ahora era tarde, tarde para todo. La confusa llamada llegaba a su fin.


-Ahora ya no te tenemos, estás sola, estamos acá pero no hay nadie para sostenerte. ¿Ven? No hay nadie que la sostenga.


La sangre bajaba a mi cabeza, vertiginosamente, y yo no podía pensar; sólo sentía una furiosa alegía recorriéndome el cuerpo. Sólo la sensación de la inminencia, del suelo duro como la piedra, de vuelta a la tierra. Y enfrentando ya el golpe, en el último momento el paracaídas se abrió y mi cuerpo rodó, mientras la tela de colores se extendía bajo el sol.


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