Fermín se arrastraba pesadamente hacia delante, y los gritos
de Horacio, que caminaba riéndose a unos veinte metros de distancia, le
parecían golpes de bota sobre el cuerpo cansado.
-¡Dale, viejo choto!
La primavera era un alivio para los comerciantes de todo
tipo, que con los dólares del turismo sentían que la sangre les fluía
gozosamente en las venas. Al fin llegaron, durante el año, los sueldos de los
negritos albañiles no rinden, y todavía quieren que les paguemos más, qué cosa.
Negros de mierda que para colmo roban todo lo que encuentran, piensan. Salen
orgullosos a la puerta de sus locales, con las veredas bien barridas por las
negritas bolivianas.
-¡Viejo choto! ¡Dale!
Delante de todos, palabras como botas de acero, como las que
le habían caído encima más de una vez en la colimba.
Primavera. Más alivio todavía para los vagos que toman del
vino en tetrapack a la luz del sol, envuelto en una bolsa. Otro invierno más al
que habían resistido indefinidamente. Una mueca parecida a una sonrisa se les
dibuja en el rostro, y hace tantos años que Fermín los ve sentados en el mismo
lugar que si faltaran, se daría cuenta de que faltan, no de que faltan los
vagos porque de eso nadie podría darse cuenta, pero no hay duda de que el
paisaje le resultaría extraño. Hace años que amenazan con barrerlos bien
barridos, para que los turistas con dólares no sientan contradicciones morales
mientras comen al aire libre.
-¡Viejo choto! -. Horacio estaba furioso por haber perdido
lo último que tenía mientras jugaban al truco con una damajuana que bajaba
mientras iban ensuciándose las cartas.
En algún momento, a Fermín le había gustado el calor,
especialmente el verano. Toda la familia iba a cosechar uva y a él y sus
hermanos les faltaba boca para comer todo lo que el estómago les reclamaba.
¿Pero ahora? Le molestaba el sol golpeándole los ojos cansados y casi ciegos, y
los árboles soltaban una repugnante flor amarilla que llenaba todo de olor
dulce y se le pegaba en las suelas de los mocasines y la punta de las muletas.
Así, caminaba más lento todavía y sentía que las miradas se le clavaban en el
cuerpo.
-¡Dale, viejo choto! ¡Dale!
Intentó balbucear una protesta que fue ahogada por gritos
más irascibles todavía.
Miradas sin lástima. Como tampoco las que iban dirigidas a
las negritas bolivianas ni a los vagos. Los atravesaban como si fuesen de vidrio, y en sus ojos no había
ese orgullo que sólo una propiedad puede encender. Y esos veinte metros que lo
separaban de Horacio (su amigo, de esos amigos tan especiales que se consiguen por
acá) terminaron de convencerlo de que a él también lo atravesaban. En eso pensaba al recostarse
sobre el cuerpo todavía dolorido por los gritos:
-¡Viejo choto! ¿Ves que sos un viejo choto?
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