viernes, 5 de marzo de 2010

Último vuelo (Parte I)



Apenas Laura se despertó esa mañana, un olor penetrante e indefinido subió hasta su garganta, anudándola de golpe. Todavía adormilada, se refriega enérgicamente los ojos, mientras el sol dibuja manchas sucias en la ventana. Remonta una mirada perdida sobre el azul intenso que se extiende sobre los techos frágiles, fielmente contorneados por la chapa relampagueante. Un breve golpe de angustia le recorre la espalda y suspira crispándose, intuyendo un lamento ahogado y profundo.

Sacude la cabeza para despejarse, intentando culpar a un mal sueño inexistente, aunque la realidad de la desgracia inminente se hacía palpable con lentitud, como una luz gris y densa encerrada entre las cuatro paredes, como el sonido de los chillidos salvajes de los perros y los gatos. Así va llegando la certeza abominable, a oleadas revestidas de temor y desconsuelo, silenciosamente ciegas, indiferentes a la pesadísima realidad que se desenvuelve como siempre, en cada paso que la atrae sin darle lugar a la menor resistencia. Se viste como autómata y mientras una camiseta raída le aprisiona los brazos, la sensación de asfixia es tan fuerte que le late en los oídos. Sobresaltada, forcejea hasta vestirse por completo, mira alrededor con el corazón desbocado y sus ojos no encuentran más que las paredes vacías, surcadas por largas y quejumbrosas manchas de humedad, el techo bajo y agobiante y el polvo que entreteje una pesada telaraña de nostalgia en la habitación que se vuelve a cada momento más grisácea, a cada momento más gastada, como acumulando cenizas, sudor apagado en los rincones angulosos, y la tristeza pende de un hilo sobre su cabeza como una araña silenciosa.

El eco distante de la voz aguda de su madre la forzó a la aparente tranquilidad. Fingió una sonrisa impenetrable y se despegó rápidamente de la habitación para tomarse un café flojo y dulzón antes de lanzarse al vacío cimbreante de la puerta, al aire cálido que ondulaba las cortinas. Laura caminó sobre el suelo caliente con la rutina empujándole los pies. Idas y vueltas. A comprar pan. A lavar ropa. Y echar a andar en la siesta fugaz siempre con el peligro latente como un hacha colgando sobre su nuca.

En medio de la pendiente abrupta de dos cerros áridos y barridos por el Zonda incesante, unos caballos flacos se alimentan de la basura que colorea intensamente el paisaje. Unos metros más adelante, se acumulan sin cesar las pilas de escombros, donde cada objeto descartado vibra unos días al compás de la novedad hasta pasar definitivamente a formar parte del paisaje, llenándolo de deformidades que por la noche llegan a aterrorizar con sus sombras alargadas y sus ruidos. De repente, un chico corrió provocando el desbande de un torbellino de palomas que se mecían en los cables eléctricos, sobre las hileras interminables de ropa tendida al sol.

El paseo solitario le abrió en la garganta un tajo feroz, donde se alojó poco a poco un silencio mortal y expectante, y su rigidez dejó paso a una mirada de alerta. Ahora el dolor se veía como algo ajeno y distante, pero casi al alcance de la mano, para agarrarlo, estirarlo, envolverse con él acurrucándose en un rincón oscuro, bordear peligrosamente los escalones de la locura, de una locura agónica e infinita, de un grito aplazado hasta petrificarse en el aire.
La sonrisa acerada de su vecino Juan se acercaba mordisqueando la distancia. Espera alegremente su abrazo, el rodeo apretado y ansioso, y en su descarga amorosa Laura siente una electricidad distinta y penetrante, una inercia que brota entre los dos cuerpos y se precipita hacia el vacío de la tarde, arremolinando la tristeza junto al polvo y haciendo pedazos el cielo calmo y azul del mediodía, para devolvérselos desgarrado, herido y ensangrentado, bordeado de moretones, en un atardecer desesperado.


Intercambian miradas que enfrían la piel, inciertas, y el día que se desploma ensombreciendo el barrio, sin dejar más que aullidos lastimosos y peleas asentadas en los recovecos, papeles arrastrados por el viento desganado, alegrías teñidas de una luz amarillenta, da el grito de alarma: es un día que llora, que grita, que patalea. Se va muriendo, y ellos no quieren dejar escaparse entre los dedos las estrellas que se dibujan un mapa luminoso sobre sus cabezas.

1 comentario:

Facundo dijo...

Está muy bueno, me ha gustado. Llegué buscando un cuento de Cortázar y me encontré con muchas cosas buenas.
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Felicitaciones, de nuevo.