miércoles, 27 de febrero de 2008


Entreabre un poco las per­sianas y deja que entre el aire frío de la noche. Los ruidos de la ciudad invaden también el cuarto, en­suciando la música: un cortejo de ómnibus avanza por la avenida Corrientes hacia el Bajo, y desde lejos le llegan las voces excitadas de un televisor. La confusión de sonidos ajenos le permite, extra­ñamente, oírse a sí mismo: oye los sordos ciegos ojos del deseo abriéndose en lo más hondo de lo que él es. No es por la fuerza de gravedad de la mujer que le estallaba el deseo sino por la inercia de la noche, o por la música, por el allegro final del cuar­teto de César Franck que está levantando vuelo. El allegro se encrespa a veces y luego se vuelve me­lancólico como un paisaje lunar: después de un cráter, la música se despereza en una lenta llanura, hasta que vuelve a despertar. La pieza entera es una sucesión de estremecimientos y de suspiros.


Proust estaba escribiendo La prisionera, quinto volumen de esa obra, cuando obligó al cuar­teto Poulet, durante toda una noche, a tocar repe­tidas veces los cuatro movimientos. El Viola Ama­ble Massis recordaba años después que Proust se metió en la cama apenas llegaron, e hizo que sirvieran a los músicos champán y papas fritas para que conservaran las energías. Las partituras se repartieron sobre los muebles del dormitorio forrado de corcho, en la casa del Boulevard Haussmann, y una o dos veces, durante la ejecución, Proust recogió del suelo algunos papeles ya saturados de escritura para anotar en ellos un par de frases. «¿Po­drían tocar el cuarteto entero sólo una vez más?», recuerda Massis que decía Proust con una voz más aguda a medida que avanzaba la noche.
Proust era víctima de sus ideas fijas, y las iba dejando como un tatuaje a lo largo de su libro. . El mundo sería nada sin las ideas que siguen en pie, obstinadas, sobreviviendo a todas las adversidades.

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