Miró a través del cristal, aterido de frío, una habitación iluminada y perfecta. Sentado a la mesa, el mismísimo diablo cenaba una cena de rey.
Miró, alucinado, cómo el diablo giraba sobre sí mísmo y le guiñaba un ojo, levantando su copa.
El gesto de complicidad, de disposición y de ligera burla era demasiado perfecto, con esa lucidez de pesadilla.
Se tapó los ojos echándose hacia atrás, tembloroso, tratando de no vomitar. Fue un relámpago revelador en la noche oscura, una escenografía gris derrumbándose para dejar ver el caos mezclándose tras bambalinas. Descubrió que sus dedos helados ardían, porque la mirada del diablo lo había transformado en una brasa incandescente.
Corrió a los tropezones, ciegamente, sin saber hacia dónde iba, sin importarle tampoco. Se movía como queriendo escapar del maldito secreto que había descubierto y que lo ataría para siempre.
Ahora se encontraba con un calor en su cuerpo que transformaba en cenizas todo lo que tocaba. Desprevenido y torpe, caminaba a ciegas entre las sombras oscuras de la multitud mientras sometía todo lo que tocaba, retorciéndose de dolor. Lo miraban todos. No lo veía nadie. Alguno que otro recibía un breve calor por el fuego de su mirada, que resultaba una brasa más en la hoguera de otros. Pero nada más.
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