domingo, 13 de abril de 2008

Maldita la sed que le abrasaba la garganta. Y todo por la estupidez de tomar agua salada. Pero el deseo era irresistible. El pobre imbécil, atontado por el sol implacable. Solo en el mar. Y claro...
Mareado, se inclinó y vomitó sobre la cubierta. Y vio cómo el mar le devolvía una mueca de asco.
Se acostó desorientado sobre el fondo del bote, tapándose los ojos. Así que eso era todo. Anonadado.
Cerró los ojos, resoplando. Iba a la deriva. A la deriva en el mar, a la deriva en la vida. Parecía lo más lógico. Claro que nunca se había acostumbrado a la sensación de estar perdido y sin rumbo fijo. A esas cosas nadie se acostumbra. Y como buen perdedor, como buen fracasado, empezó a lamentarse.
Se lamentó primero de su infancia solitaria donde veía a los niños revolcándose en el barro, pero él no podía porque se le iban a infectar las heridas hechas por el padre. Porque la madre lo iba a meter en la pileta escupiendo insultos y llorando porque ella tendría que haber sido bailarina y no casarse con ese infeliz.
Se lamentó de haber pasado la adolescencia mirando a todos los otros, andrajoso y fumando como un desquiciado. Solo, porque no había aguantado más entre el padre borracho y la madre loca.
Lamentó su carácter huraño y despreciable, porque su único amor no lo había aguantado. Lamentó las noches tumbado en la suciedad, en la mugre y el frío.
Antes de poder seguir lamentándose, una sombra le cubrió el rostro y abrió los ojos. Los buitres se acercaban en círculos amenazantes, pero curiosamente tenían los ojos de la madre, del padre y de la amada. Y fue lo último que vio antes de desvanecerse mientras el bote se balanceaba plácidamente bajo el sol.

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