martes, 20 de enero de 2009

Lucidez

-Ocho y cuarto.

-Gracias -murmuró José Luis mientras una sombra se perdía en la oscuridad. Para no volver, pensó estúpidamente. Es cierto que no volvería para él, pero iba hacia su existencia segura con paso firme. ¿Y él, José Luis?

Caminó pesadamente a lo largo del infinito de las calles. Repentinamente le temblaban las piernas.
Un hombre harapiento y borracho le cortó el paso y le pidió algo con voz ininteligible. Los ojos parecían brumosos y miraba a José Luis como atravesándolo sin esfuerzo.

-No tengo nada -balbuceó muy avergonzado. El hombre escupió unos insultos con voz ronca y encarnizada y se alejó hacia el próximo transeúnte.

Las entrañas de José Luis ardían. Apenas podía seguir caminando con una angustia creciente que lo envolvía y viendo cómo la noche se dejaba caer en paracaídas hasta el suelo. Las sombras iban alargándose sin cesar y el eco de sus pasos resonaba cada vez más sobre el asfalto. Otra vez la sorda rutina sin espacios, otra vez el recuerdo de una vida tormentosa que había terminado por calmarse. Sin embargo, cuando la luz de los faroles iluminaba sus ojos, éstos fulguraban en silencio, como si no pudieran desprenderse de todo lo que habían visto, como si los recuerdos pudieran tomarse con las manos.
Entonces la oscuridad volvía a inundar su rostro y la marea volvía a bajar. Él apenas hablaba, pero su expresión sobresaltada se dirigía a todos en un mudo interrogante. Aquel día se había cansado de todo eso y simplemente caminaba con avidez, devorando distancias, haciéndose un tiempo indefinido para poner en orden sus pensamientos y lanzarse a sentir. Brotaba un aire fresco.

Sin embargo, mientras caminaba, sus latidos se le iban subiendo a la cabeza y la sangre del verano corría por su cuerpo. Aquel instante de vértigo lo hizo sentarse en el suelo y recostarse contra una pared. Respiraba hondo y entrecortadamente lanzaba suspiros silenciosos.
Pasó un auto velozmente y la risa histérica de una mujer escandalosa cortó el aire a cuchillazo limpio. Bravo, pensó José Luis. Allá van otra vez. Allá van, a darle a la noche una solución definitiva, a abandonarse juntos al borde de la ruta, a intercambiar esa baba espesa por la que matan y mueren tantos hoy en día. Diablos. Estamos perdidos si esto es todo lo que nos espera de la vida. Tal vez él también debería intentarlo, de todas formas había perdido su norte hacía rato. Caminaba a la deriva como un autómata día tras día. Sonrió tristemente.

Ahí estaba, siempre erguido, siempre al acecho. Volvió una vez más, solo a su casa, frustrado, sin un nuevo significado que aclarase su mente. Otra vez en casa. Puso una tetera a hervir y se sentó. Otra vez lo mismo, pensó mecánicamente. Otra vez nada, otra vez la impaciencia, la inercia desesperante que se cernía sobre él con un silencio ensordecedor.

Hoy camino una vez más hacia el final, se dijo. Hoy he esperado ahogado en el centro de la esperanza.

-Hoy no he podido ver a nadie más que a mí -reconocíó abruptamente. Y una vez más se encontró nadando en aquel inquieto monólogo que arrastraba desde hacía años.
Aquella voz impaciente que analizaba todo lo que veía, que dirigía todos sus pasos hacia ninguna parte. Aquel monstruo de ojos vendados que lo mortificaba a cada instante. Ahí estaba, azuzándolo, blandiendo los puños, amenazándolo. ¿En qué momento se había alzado victorioso sobre su cuerpo?
Ahora, a la distancia, creía no distinguir nada más que el soliloquio enloquecedor. Había poseído de tal forma todos sus actos, todo su universo, que ya sólo veía a través de él. Su desesperada vida y aquellos momentos dramáticos y decisivos se habían transformado en vagas palabras que rondaban su cabeza. ¿En qué momento, se repitió angustiado, aquel monstruo se había subido a sus hombros?

El silbido de la tetera hirviendo interrumpió sus divagaciones. Se preparó un café cargado y se paró a mirar por la ventana. Los árboles eran apenas sombras blancas en la oscura inmensidad del cielo. Intentó retomar los últimos hilos de su pensamiento, pero se escapaban como los hilos de vapor del café en el aire.
Afuera, el canto de los grillos era tan fuerte que podría haber desgarrado el mundo de arriba a abajo.

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